El día de la salida, en el
parque de Alceda |
Salgo por tanto de casa dispuesto a llegar hasta Santiago, con un gran sentimiento de esperanza. Cuento cada kilómetro que recorro, hasta que llevo unos 10. Tengo miedo de los camiones que pasan demasiado cerca. Semáforos y atascos son la norma hasta llegar a los límites de la ciudad, marcados por un cinturón de centros comerciales, como antaño lo eran las murallas defensivas. Siento gran alivio al llegar a la vía verde en Astillero. Pienso que no habrá más ciudad hasta León.
Me marco a mí mismo etapas de 20
kilómetros, para descansar al final de cada una. En Sarón
se cumple la primera y la segunda en Puente Viesgo. Allí he
quedado con mi hermana Berna y su familia, y como un bocadillo con
ellos. Es agradable ver caras familiares que me transmiten su grito
silencioso de ánimo. Hacia las tres de la tarde llego al cruce
de San Pedro del Romeral e inicio de la subida a la cordillera mientras
comienza a llover. Siento ansiedad por saber si seré capaz de
subir con todo el peso del equipaje. Poco a poco, mientras pedaleo, la
confianza se abre paso al ver que las piernas y los pulmones pueden con
esas pendientes. El altímetro del GPS me va marcando el ascenso:
300, 400, 500 metros. Hago una parada para tomar aliento y me quito el
chubasquero porque da mucho calor. A los 650 metros llega Fernando que
ha decidido hacer de coche de apoyo durante la tarde. Le paso el
equipaje y ahora parece que la bici vuela por las pendientes. Sigue
lloviendo, ahora muy fuerte, y comienza a hacer frío.
El puerto de la Magdalena marca el paso
de la cordillera envuelto en densa niebla |
Al llegar a San Pedro del Romeral, a 700 metros de altura, hago una parada para comer y tomar algo caliente. Después comienza el sufrimiento, ya que la subida continúa con niebla muy densa, lluvia, mucho viento, y frío: trece grados. No llevo ropa de abrigo pues el equipaje se pensó para el calor. Al llegar arriba, ya a 1000 metros, no me apetece parar. No hay vista que admirar. Tan sólo niebla. Era el inicio de lo que luego llamé la "maldición de los puertos". Lo que apetece es irse de allí cuanto antes, por lo que el descenso es tan rápido como lo permite la niebla. Llego así a Corconte, a las orillas del pantano del Ebro, donde hago una parada. ´
Llevo ya 85 kilómetros y estoy muy cansado y agarrotado por el frío. Fernando me convence para seguir, pues sólo quedan 22 kilómetros hasta Reinosa, donde nos esperan los suegros de Fernando, Tomás y Aurora. Es la peor parte de la etapa. Hay viento en contra muy fuerte. Cada pedalada es un dolor en el muslo. Alterno el pedaleo con estiramientos para calmar el dolor. Cuento los kilómetros que faltan de cinco en cinco. Luego de uno en uno. Por fin, la cara sonriente de Tomás me indica que la etapa ha finalizado. Han sido 108 kilómetros.
Mientras me pego una ducha caliente me entra
la risa. Debe ser la euforia de las endorfinas que genera el organismo
ante situaciones de cansancio o dolor. Luego, la cena agradable y la
conversación mejor van consiguiendo el descanso que se culmina
con el sueño reparador. Antes de dormirme me pregunto si al
día siguiente podré pedalear.
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