Me di cuenta de que comenzaba a sentir el espíritu del peregrino al pedalear cuesta arriba camino del trabajo. Sentía el aire frío mientras contemplaba desde la carretera el azul del mar Cantábrico, inmenso, en un día despejado. Todavía no sabía bien qué era eso del "espíritu del peregrino", pero empezaba a comprender que tenía que ver con el afán de superación que supone un reto personal como este. También con el afán de conocer lugares y personas embarcadas en la misma aventura, y de intentar asomarse a lo que pudieron ser los sentimientos de los antiguos peregrinos que hicieron legendario el Camino. Esperaba comprenderlo del todo al final del viaje.
Hacía tres meses que mi amigo Fernando y yo habíamos decidido hacer el Camino de Santiago en bicicleta. El plan era emplear unos diez días en Agosto. Era la peor época: el calor, las aglomeraciones en los albergues, y además en año Xacobeo. Pero era la única posible. Hablamos con algunos amigos que habían hecho el recorrido y leímos algunas de las guías publicadas. Nos gustó el planteamiento que dice que el Camino "empieza en la puerta de tu casa, y acaba en la Catedral de Santiago". Empezaríamos por tanto en Santander, cada uno desde la puerta de su casa.
Debíamos elegir una ruta y había dos alternativas: el Camino del Norte, y el Camino Francés. Nos decidimos por este último ya que cuenta con más infraestructura en forma de albergues y lugares donde comer, y porque tiene una mayor leyenda y tradición. Quizás quede tiempo más adelante en la vida para hacer el Camino del Norte.
Para llegar al Camino Francés en Frómista, su punto más próximo a Santander, la ruta pasa por Reinosa y Aguilar de Campoo. Queríamos hacer la mayor parte de esta ruta por caminos o carreteras secundarias, huyendo del tráfico de las carreteras principales. Para ello, podríamos aprovechar la Vía Verde Astillero-Ontaneda en Cantabria, y la Vía Verde del Canal de Castilla entre Alar del Rey y Frómista. Poco a poco fuimos desplegando mapas en la pantalla del computador, que es más cómodo, y eligiendo el recorrido. Programamos los puntos de paso en el GPS de mano que Paula, mi mujer, me había regalado. ¡Esos son regalos!. De pequeño, me gustaba recibir regalos "duros". Los "blandos" eran siempre ropa, que no tenía el mínimo interés. Y este GPS era realmente "duro". Nos ayudaría a no perdernos en el Camino, a medir el esfuerzo, y a señalarnos metas intermedias de esas que elevan la moral al ser alcanzadas.
Hacía años que deseaba hacer el Camino. En realidad, desde mis tiempos de estudiante. Las obligaciones de trabajo y familiares unas veces, la pereza otras, fueron retrasando la decisión. Pensaba que al hacerse mayor mi hijo Miguel, que ahora tiene 11 años y es muy entusiasta, quizás podría acompañarme. Mi hija Ana, de 16, es muy deportista pero no le gusta la bicicleta, que es una de mis muchas pasiones. ¡Qué guapa está ahora que tiene la edad con la que empecé a salir con su madre, Paula! ¡Cuantos recuerdos asoman a la memoria al verla así! Espero que cuando encuentre una pareja sea tan feliz como yo lo soy con Paula. Ella me animó a hacer el Camino al decirme burlonamente que si esperaba a Miguel estaría "demasiado viejo" para pedalear.
Conocí a mi compañero de viaje, Fernando, en el primer curso del colegio, con cinco años. Hemos mantenido una bonita amistad desde entonces, y compartimos la afición a la bicicleta. Salimos un rato a pedalear los fines de semana en que el tiempo lluvioso de Cantabria lo permite. Cuando inventaron la bicicleta de montaña fue nuestra liberación, ya que podíamos evitar el tráfico de coches tan molesto y peligroso.
Sabíamos que para poder hacer el Camino en bicicleta no era suficiente preparación física un rato semanal. Teníamos que prepararnos, y por eso me encontraba yo de camino al trabajo un día de abril cuando empecé a pensar en el espíritu del peregrino. Son trece kilómetros de ida y otros trece de vuelta, por una carretera secundaria que se asoma al mar en buena parte de su recorrido. Ideal para ir haciendo un poco de fondo. Y para ir pensando en el reto.
Poco a poco fuimos comprando todo el equipo y continuamos la preparación física, hasta que llegó casi sin darnos cuenta el día anterior a la salida. Ese día hice el equipaje y me sorprendió que a pesar de intentar llevar lo mínimo pesaba más de 12 kilos. La bici quedaba pesadísima con esa carga, pero no se me ocurría qué quitar, por lo que ese fue mi lastre durante todo el viaje.
En la noche anterior a la salida
sentía algo de miedo. ¿Sería capaz de soportar el
reto físico? Aguantarían las piernas, y en especial, las
rodillas? ¿Resistiría el calor de Castilla en Agosto? No
sabía entonces que lo más duro del camino no
serían las cuestas ni el calor, sino el frío.
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