Día primero: El paso de los
Pirineos
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La subida al Col de Bentartea es
principalmente por fuertes rampas asfaltadas. Hay niebla y llueve
débilmente.
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Esa noche pude descansar bastante, a pesar de que las sucesivas
tormentas que llegaron me despertaban de vez en cuando con el estruendo
de los truenos de rayos que caían muy cerca, y con el fuerte
sonido de los aguaceros descargando sobre la lona de la tienda.
Hacia la mañana cesaron las tormentas pero al despertarme
compruebo que cae una lluvia fina, lo que en mi tierra llamamos
“calabobos”. Tengo que
recoger la tienda empapada y después de proteger el equipaje de
la lluvia con bolsas de plástico salgo del camping.
Encuentro a la salida del pueblo un mercado y compro pan y chorizo para
desayunar. Preparo un bocadillo sentado bajo los arcos de la muralla
que antaño protegía la ciudad, y que ahora me cubre a mi
de la lluvia.
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La niebla impide la visión. A
medida que avanzo, surgen peregrinos de entre la niebla, a los que
deseo “buen Camino”
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Sobre las 8:45 me pongo finalmente en marcha para cruzar los Pirineos.
Además de lloviznar hay una niebla muy densa que durará
hasta Roncesvalles. Deben ser bonitos los Pirineos, pero en la mayor
parte del trayecto sólo veo unos pocos metros de carretera. A
menudo emergen uno o dos peregrinos de entre la niebla y los adelanto
con un saludo de ánimo. Las pendientes no son uniformes y se
suceden fuertes rampas con zonas más cómodas. En un par
de ocasiones tengo que echar pie a tierra.
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Entre el Col de Bentartea y el Collado
de Loepeder la subida es un camino entre árboles.
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Me marco etapas intermedias para dosificar la larga subida. A los 800
metros de altitud llego a la mitad del ascenso. Supero otro hito al
llegar a los 1100 metros, que son las tres cuartas partes de la subida.
Sin vistas que admirar, la subida se me hace rápida y casi sin
darme cuenta llego al Col de Bentartea a 1300 metros. Y unos
kilómetros después llega el Collado de Loepeder, techo de
este viaje a 1430 metros de altitud, y ya situado en Navarra.
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Mi bicicleta el lo alto del Collado de
Loepeder, techo de este viaje. El indicador señala la bajada
hacia Roncesvalles.
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La bajada, con fuertes rampas y muy pedregosa, niebla cerrada y
frío, me lleva rápidamente a Roncesvalles. A
pesar de encontrar muchísimos peregrinos, casi todos
extranjeros, me ha
extrañado no encontrarme con ningún otro ciclista. He
visto familias con niños pequeños
subiendo entusiasmados a los puertos, con su mochila a la espalda. He
visto parejas de jubilados, hombres y mujeres solos, grupos de mujeres
de edad madura, en fin, todo tipo de personas embarcadas en la aventura
de recorrer durante días y días los kilómetros que
nos separan de Santiago de Compostela.
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La bajada es un camino pedregoso en el
que hay que ir muy atento para no caerse.
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Roncesvalles me sorprende pues pensaba que era un pueblo grande, pero
en realidad es muy pequeño, prácticamente solo la
colegiata, eso sí, con mucha historia jacobea.
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La entrada a la Iglesia de Santiago,
gótica del siglo XIII, en Roncesvalles.
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La bajada de Roncesvalles hacia el valle es una de las partes
más bellas del Camino, pasando por pueblos con casas de
arquitectura de montaña con tejados muy inclinados para no
acumular la nieve, y entre ellos pedaleando entre tupidos bosques en
los que el Camino es como un túnel verde. No todo es bajada,
pues es preciso superar los altos de Mezquiritz y de Erro.
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La subida al alto de Erro se realiza,
al igual que la bajada al valle, por un hermoso pasillo vegetal.
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Paro en Zubiri a tomar un bocadillo y charlo un rato con una peregrina
enferma de esclerosis múltiple que hace el Camino en silla de
ruedas. Había salido hacía nueve meses desde Roma, y
espera llegar a Santiago para Navidad. Su compañero, valenciano,
se encarga de empujar la silla por el Camino. Me dice que está
agotada, y casi se le saltan las lágrimas al contarme su
increíble hazaña. Me dice que no hace el Camino para
pedir por sí misma, pues lo suyo es incurable, sino por otros.
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El pueblo de Espinal, lineal, con sus
casas de arquitectura montañesa.
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Me despido de los dos y sigo el camino ahora ya con el calor que espero
y temo para los próximos días. Al llegar a las
inmediaciones de Pamplona, me encuentro los albergues cerrados por
estar ya sólo a tres días del chupinazo de los
Sanfermines, por lo que me dirijo a un hotel de
Burlada a buscar la ducha y el descanso que necesito después de
esta etapa de 66 km y muchos metros de desnivel acumulado.
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La llegada a Burlada, en el
cinturón urbano de Pamplona, se hace cruzando el río
Ulzama.
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Extiendo por la habitación la tienda de campaña para que
se seque y repaso lo vivido en esta primera etapa. El paso de los
Pirineos me ha resultado más fácil de lo esperado, y no
me encuentro tan cansado como al final de la primera etapa del viaje
anterior, tras cruzar la Cordillera Cantábrica. Parece que las
palizas que me dan Pedro y Javier subiéndome casi a remolque por
esos bellos montes de Cantabria han dado sus frutos.
La jornada acaba con un menú del día de excelente
cordero al chilindrón, y la conversación
telefónica con Paula y Ana, y más tarde con Miguel, que
me dan ánimos para
mañana. Ya de vuelta en el hotel preparo el equipaje, leo los
datos de la etapa de mañana, preparo los puntos de paso en el
GPS y me dispongo a dormir mientras repaso los momentos vividos en la
etapa, entre los que destaca el bello descenso desde Roncesvalles al
valle a través de un largo pasillo vegetal.