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Con este tipo de agricultura el suelo se deteriora menos
La agricultura convencional
despliega en los suelos de cultivo prácticas utilizadas desde
tiempos inmemoriales, pero que devienen perjudiciales para el
medio ambiente. Técnicas como la quema de los restos de la
cosecha (rastrojos) o el volteo del suelo o arado (laboreo) para
controlar las malas hierbas y preparar el lecho de siembra,
incrementan problemas como la erosión y la compactación del
suelo. Además, algunas de estas técnicas convencionales
contaminan las aguas superficiales con fertilizantes y
pesticidas, disminuyen la materia orgánica del suelo y aumentan
la emisión de CO2 a la atmósfera. Pero hay otra forma
más cuidadosa de cultivar la tierra, la “agricultura de
conservación”, que consiste en una serie de prácticas
agronómicas que permiten un manejo del suelo que altera menos su
composición, estructura y biodiversidad, defendiéndolo de la
erosión y la degradación.
Igual de rentable
Algunas de sus técnicas son la
siembra directa sin laboreo, el laboreo reducido a su mínima
expresión, la no incorporación -o la incorporación parcial- de
los restos de cosecha, y el establecimiento de cubiertas
vegetales para proteger el suelo en cultivos leñosos (árboles y
arbustos utilizados para la obtención de frutos o planta
forestal). Al parecer, la agricultura de conservación es tan
rentable como la convencional, si bien exige gastos iniciales de
maquinaria específica para al siembra.
Este tipo de agricultura incorpora técnicas
que reducen, cambian o eliminan el arado del suelo y evitan la
quema de rastrojo para mantener una suficiente cobertura de
residuos vegetales en el suelo a lo largo de todo el año. De
esta forma, el suelo queda protegido de la erosión y del agua de
la lluvia, a la vez que aumenta de forma natural su estabilidad,
su contenido orgánico y su nivel de fertilidad. Todo ello
contribuye a disminuir en gran medida la contaminación de las
aguas superficiales y la emisión de CO2 a la
atmósfera, además de favorecer la biodiversidad.
Más materia
orgánica en el suelo
Lo que se consigue con la agricultura
convencional, en la que la mayoría de las operaciones de cultivo
están dirigidas a soltar la tierra, es precisamente todo lo
contrario. Con el laboreo aumenta el volumen de oxígeno en la
tierra, y esto supone la mayor mineralización y la reducción de
materia orgánica del suelo que es, al mismo tiempo, el substrato
para la vida del suelo. La experiencia ha demostrado que las
técnicas conservacionistas superan en mucho a la mera reducción
de la labranza mecanizada.
En una tierra que no se labra durante muchos
años, los residuos de la cosecha permanecen en la superficie de
la tierra y producen una capa de cobertura vegetal. Esta capa
protege la tierra de la lluvia y el viento, y estabiliza la
humedad de la tierra y la temperatura en los estratos
superficiales. Así esta zona se convierte en hábitat propicio
para diversos organismos, desde grandes insectos hasta hongos y
bacterias. Esos organismos maceran el moho, mezclándolos e
incorporándolos con la tierra y lo descomponen para que se
convierta en humus y contribuya a la estabilización física de la
estructura de la tierra. Al mismo tiempo esta materia orgánica
de la tierra cumple una función de almacenamiento para el agua y
los nutrientes.
En el mundo y en
nuestro país
La agricultura de conservación ha
sido promovida en varios lugares del mundo. Se estima que en
2001 había 60 millones las hectáreas dedicadas a la siembra
directa en el planeta. España, con sus 1,2 millones de hectáreas
dedicadas a este tipo de agricultura de un total de 15 millones
de hectáreas cultivadas, ocupa un buen lugar en el ranking de
países. La Península Ibérica es una de las zonas en la que la
agricultura de conservación puede aportar mayores beneficios.
Sus condiciones climatológicas y topógrafas son perfectas para
favorecer los procesos erosivos, acentuados en las últimas
décadas con el laboreo intensivo. El 50% del suelo agrario sufre
un riesgo de erosión medio-alto, y en algunas regiones, la
proporción asciende a un 70%.
A principios de los 80, se iniciaron en
nuestro país una serie de ensayos para estudiar la adaptación de
estas técnicas al ecosistema de la península, dadas las
potenciales ventajas y la alta adaptación con que ya contaba en
otras partes del mundo. Algunos de estos ensayos cuentan ya con
15 años, y todos ellos han demostrado una interesante viabilidad
económica, con ahorros de costes y tiempo, que se añaden a las
ventajas medioambientales y agronómicas.
La mayor aplicación corresponde a cereales de
invierno (trigo y cebada) con unas 700.000 hectáreas, y al maíz,
con 50.000 hectáreas. Actualmente se está extendiendo en otros
cultivos, como colza, guisante, garbanzo, remolacha, lino,
algodón…
En cuanto a los cultivos perennes, el sistema
de cubiertas vegetales se está difundiendo en olivares, árboles
frutales (cítricos, peral, melocotonero y vid) y en sistemas
forestales (eucalipto, dehesas, repoblaciones forestales). El
laboreo, al abrir la tierra, acaba con la cubierta natural y
desagrega las partículas del suelo. Cubrir el suelo es la forma
más eficaz de luchar contra su erosión y degradación. Para ello,
pueden emplearse cubiertas vegetales vivas o inertes. La
cubierta vegetal viva, además de interceptar las gotas de agua
de lluvia, aumenta la velocidad de infiltración del terreno.
Aporta, además, ventajas económicas |
La agricultura convencional requiere
mayores inversiones para la compra y mantenimiento de la
maquinaria, y supone un mayor gasto en combustible y mano de
obra que la agricultura de conservación. Este ahorro de
costes normalmente compensa ciertos gastos extra de las
técnicas conservacionistas, como la adquisición de
sembradoras de "siembra directa". En general, con la
agricultura de conservación se reduce el consumo de energía
y se aumenta la productividad energética, la proporción
entre el rendimiento energético obtenido y la energía
consumida en la producción.
La siembra directa (el no laboreo)
requiere una única operación o pase de maquinaria para la
siembra, en lugar de las dos o tres operaciones necesarias
para la preparación del suelo y la siembra que se requieren
en la técnica convencional. Esto hace que se reduzcan los
costes de adquisición y mantenimiento de maquinaria en unos
97 euros por hectárea y año.
Permite un ahorro de combustible de 31,5
litros de gas-oil por hectárea y año respecto de la
convencional.
En campos de olivos en régimen de no
laboreo se ahorra entre 60 y 80 litros de gas-oil y de 3 a 5
horas de trabajo por hectárea y año.
Según sus defensores, no se trata de una
agricultura de bajo rendimiento y permite producciones
comparables con la intensiva convencional. En el corto
plazo, las desventajas podrían ser los gastos iniciales en
equipos especializados de siembra y los generados por una
nueva dinámica de trabajo, que requiere un proceso de
aprendizaje en el agricultor.
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